“Mucho se ha escrito de Luis Donaldo Colosio y nada de su asesino.
Ésta es la historia de Mario Aburto”.
Laura Sánchez Ley
Secuencia – Vemos a un niño de rodillas, pizca fresas. Sus manos. Un joven empuña un papel de lija. Sus manos. Presenciamos su nacimiento en un pueblecito de Michoacán. Casi lo perdemos entre los miles de obreros adolescentes en las maquilas de Tijuana. Borroso, su incipiente bigote. Sus manos.
Laura Sánchez Ley se convierte en la lente de una cámara de cine y nos presenta a Aburto como nadie antes lo había hecho. Cuando se abre el libro no se empieza a leer, se empieza a ver. La periodista mexicana consigue la hazaña de invisibilizarse; las escenas de Aburto: Testimonios desde Almoloya, El infierno de hielo (Grijalbo, 2017), se reflejan ante al lector tan nítidamente como si las viera proyectadas en una pantalla.
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El texto se apropia del ritmo de un salto de agua: no describe, hace travellings, close ups, zooms y otros desplazamientos físicos y ópticos para mostrar a detalle un retrato, un álbum de retratos en movimiento. Una vida, la de Mario Aburto Martínez, asesino confeso de Luis Donaldo Colosio,candidato del PRI a la presidencia de la República para el periodo 1994-2000.
La autora retrata. Su obturador: el testimonio de sus abogados de oficio, amigos, familiares, secretarias y mecanógrafas de la PGR, vecinos, policías, exnovias, documentos oficiales, cartas de Mario y grabaciones de llamadas telefónicas.
“Fue ese día cuando Rubén Aburto, un hombre envejecido, enfermo, pero sobre todo desconfiado, me mostró su mayor posesión: una cajita con una veintena de audiocasetes. encarcelado, su pequeña venganza contra el sistema que los había espiado durante años: esos pequeños rectángulos de plástico, dos carretes diminutos por donde pasaba una cinta magnética, eran su hijo. Sí, eran la representación del hombre ausente, transformado en partículas de metal adheridas a una fina tira de poliéster”.
Sánchez Ley construye un inédito gran angular: el escrutinio de la comunicación escrita y telefónica de Mario Aburto Martínez; con él, nutre un perfil que no pretende eximirlo ni condenarlo, sí exponer el desconocido rostro de un hombre cuya imagen ha sido reflejada, desde el oficialismo, en un estanque tan opaco como turbio.
La imagen capturada se revela como en un cuarto oscuro, el personaje aparece gradualmente ante nuestros ojos. Un Mario complejo, como cada uno que busca su lugar en el mundo, que aspira, que nota que sí hay otra mejor vida, pero que está lejos, que la viven otros.
“No puedo adquirir lo que necesito por ser más pobre que una hormiga; a no ser mosquitos, que en la noche me vienen a cenar, y la verdad no sé si soy su cena o su postre, porque parece que mi sangre les gusta más porque es buena”.
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Secuencia – Lo enfocamos de nuevo, huye de la miseria. Sus manos. Viaja en un camión destartalado de Michoacán a Tijuana: fábricas, turnos de noche, 50 pesos al día.Ríe a carcajadas cuando Tom persigue a Jerry, luego el vaivén sobre madera rugosa en un barrio de latino de los Ángeles. “Sintió que la vida le empezaba a cambiar (…) Ganaba 360 pesos diarios”.
“En esa época Mario le empezó a agarrar un gusto tremendo al mar, caminaba hasta que el agua le llegaba al cuello y nadaba por horas a pesar de los calambres que le provocaban las aguas californianas”.
Seguimos a Mario manos agrietadas, regresar del Norte obligado por su padre para que cuide de su madre y dos hermanas pequeñas que lo esperan en Tijuana. Lo vemos trepar con desánimo en ese camión que al avanzar deja atrás sus sueños dolarizados.
El dominio del tema ha engendrado un texto de largo aliento, que logra el efecto de lo vívido sin romper el pacto de veracidad; Sánchez Ley es una narradora omnisciente capaz de puntualizar contextos y recrear atmósferas: los recursos literarios, de los que tan bien echa mano la joven periodista, son el pretexto y las herramientas con las que nos desvela de a poco la lucidez de sus hallazgos.
La tijuanense tenía seis años cuando ocurrió el magnicidio. Tras 24 del suceso, pone el dedo en una llaga increíblemente fresca. Ha conseguido la constitución de un libro que al tiempo que no impone qué pensar sí señala qué observar: cabos sueltos, incongruencias, opacidad.
Comenzó sus averiguaciones a los 23 (la edad que Mario Aburto tenía cuando fue detenido). Siete años de investigación por cuenta propia (la misma cantidad de años que duró la pesquisa de la subprocuraduría especial) es el trabajo monumental y paciente con el que la cronista abre su objetivo. Esto, afirma Laura, a pesar de las innumerables negativas del gobierno del PRI que ha impedido que se encuentre frente a frente con Aburto.
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Da cuenta de las versiones populares del chivo expiatorio, los dos Marios y de la idea de un crimen de Estado. Es incisiva respecto a las verdades oficiales y secretos a voces que alguna vez el país y la prensa internacional divulgaron sobre el caso. Expone las aristas de la conclusión del asesino solitario, presentada como informe final por el último fiscal. La conspiración, el diagnóstico de la personalidad borderline.
“Desde que el gobierno encontró culpable a Mario Aburto, se convirtió en el homicida más famoso de México y a la vez del que menos información se posee públicamente, porque durante 22 años, recelosos, lo han ocultado en penales de máxima seguridad”.
Lograr que Aburto, Testimonios desde Almoloya, El infierno de hielo parezca una novela o una película no quita peso, hace lucir el meticuloso quehacer que Sánchez Ley realizó durante sus indagaciones. La importancia de este texto en la historia política del país: significa la explicación más seria y preeminente que de los hechos se haya realizado a más dos décadas del magnicidio; una cuenta aún no saldada por las autoridades con la sociedad.
Entra a cuadro, el material del que está hecha la mesa dónde se llevó a cabo el primer interrogatorio de Aburto, el color y la textura de ciertas alfombras. Nos muestra
Secuencia – Vemos de nuevo esas manos que firman puntual su llegada a la fábrica en la que se emplea. A él y a sus ojos enamorarse de la “señorita maquiladora”, salir a caminar, asistir a un mitin… por momentos perdemos de vista sus manos. Escuchamos una primera detonación… Hay confusión, tumulto. A partir del estallido el tiempo se detiene, vuela: se presenta en trozos de realidad desvanecida, es la sensación rápida y lenta con la que se viven las tragedias.
“La bala de un revólver Taurus calibre .38 perforó la sien derecha del hombre, justo encima de la oreja. La bala, que viajó a 265 metros por segundo, licuó el cerebro de Colosio y al salir hizo estallar su cráneo en esquirlas. Le brotó sangre por la boca y los oídos: le dispararon a dos centímetros de la cabeza y el único rasgo que se distinguía en su cara era la punta de la nariz”.
Aparece un tránsito de imágenes borrosas: Se escucha otra detonación…
Como si se tratara de una trasmisión en tiempo real el lector es testigo de la creciente confusión y zozobra entre los que aquel 23 de marzo de 1994 asistieron al mitin del candidato en Tijuana.
“—¡Mataron a Colosio, lo mataron, Dios mío!”
Estallan los conatos de linchamiento contra el joven señalado de la detonación y contra los agentes que lo aprendieron en medio de una avalancha de gente enardecida por tomar justicia por propia mano.
“Eran las 5:12 de la tarde y Colosio, el hombre que iba a gobernar México, moría a balazos en plena campaña electoral sobre la tierra pedregosa de una colonia llamada Lomas Taurinas. La imagen de su cuerpo inerte, a pesar de las décadas transcurridas, sigue siendo brutal y desoladora”.
“Un grito desgarrador retumbó más allá y atrajo la atención de la gente. Hacia el norte, a tres metros de la escena, seis elementos de seguridad brincaron el cuerpo inmóvil del candidato y detuvieron a un joven delgado de chamarra negra al que violentamente jalaron y apretaron contra el piso con las rodillas sobre su espalda”.
La lente de Laura Sánchez Ley captura con sorprendente nitidez dos estampas:
Colosio
“El hombre más conocido de México en esos días era un cuerpo inmóvil tendido de boca con la pierna derecha flexionada, el rostro sobre la tierra arenosa que atestiguó sus últimos pasos”.
Aburto:
“El joven iba sentado en medio de dos policías (…) Uno de sus captores lo empujó violentamente al piso. El pecho clavado en sus prominentes rodillas lo asfixió, pero tomó una bocanada de aire para despedazar el silencio y contestar cuando le preguntaron su nombre”. —Me llamo Mario Aburto.
¡Maldita sea! ¡No le vimos las manos… qué hizo con esas manos! ¿Le disparó?