Queridísimo amigo y maestro, David Rodríguez González.
Nuestra convivencia de más de 34 años me inspira a plasmar estas breves palabras, las cuales espero cumplan la intención de expresar mi profunda gratitud y constante admiración.
Nacido el 22 de diciembre de 1939 en la ciudad de León, Guanajuato, México. Hijo de Ma. Carmen González Báez y J. Jesús Rodríguez Godínez; tercero de cuatro varones y una hija. Desde tus primeros años fuiste un explorador inquieto que no se dejó socavar por las carencias económicas, menos aún por las ausencias insustituibles.
Tu padre partiría a los Estados Unidos para dejar tu infancia, y el resto de tu vida, con sólo una pálida sombra de su recuerdo. Muy pocas veces hablaste de él; tuve que preguntártelo directamente, y en tu respuesta descubrí serenidad y desapego; ni una gota de rencor.
Recuerdo lo mucho que compartimos al platicar de tu niñez, lo hacías con asombrosa memoria: lugares, rostros y nombres, todo resurgía en ti como un ayer que jamás se fue…
Disfrutaste de los juguetes simples como el balero y los caicos, pero sin duda alguna tu pasatiempo favorito fue siempre la resortera; fuiste un verdadero experto en la técnica de esta infantil pero letal arma.
Desde muy pequeño fomentaste el gusto por la lectura; cuentos e historietas llenaron tu infante imaginación de aventuras y ficciones. Entre la escuela y las andanzas callejeras debiste, también, hacer el tiempo para aportar al gasto familiar, por lo que te verías obligado a trabajar desde niño. Fueron muchos tus oficios: pegador de suela, cortador, montador, etc.…
La mañana del 02 de enero de 1946 cambiaría completamente tu entendimiento del mundo. Muy temprano, cuando el alba anunciaba el comienzo de un nuevo día, saldrías de casa para acompañar a tu abuelo, Don Rafael, hacia la Presidencia Municipal, donde le ayudarías, como era costumbre, en sus labores de limpieza.
Las palabras de tu abuelo fueron lo suficientemente descriptivas para tu comprensión:
— ¡Regrésese para la casa mijo! Hay mucha gente alborotada y seguramente esto se va a poner feo.
A las pocas horas después de caer el sol de aquel día, las detonaciones de cientos de disparos irrumpieron en el silencio. Al día siguiente tus ojos de niño verían las calles del centro de la ciudad cubiertas con la sangre de aquellos manifestantes de la UCL (Unión Cívica Leonesa), opositores del entonces PRM (Partido de la Revolución Mexicana), partido político que, a consecuencia de tan brutales actos, se vería forzado a cambiar de nombre por el de PRI (Partido de la Revolución Institucional).
Esos acontecimientos te darían tu primera gran lección de política: Los que se aferran al poder dialogan con balas.
Sin embargo, más valioso sería lo que tú mismo inferiste de aquella escena: Hay ideas que se defienden hasta con la sangre, porque en ellas trasciende la vida de quien las promueve…
El destino te llevaría al norte del país, donde gracias a la ayuda de tus tíos ingresarías a la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua. En 1966 te recibiste como pasante de Derecho, y en 1974 merecidamente obtuviste el título como Licenciado en Derecho, tras presentar una magnífica tesis sobre un tema por demás complejo y controversial en la ciencia jurídica de nuestro país: La Propiedad Privada en México.
El camino recorrido hasta entonces representó retos y complicaciones que, como bien lo recordabas, solo fue posible sobrepasar con el apoyo de quienes siempre confiaron en ti. Así lo dejaste evidente en la dedicatoria de tu titulación: “Tío Pedro, que este modesto trabajo lleve hasta usted, mi agradecimiento muy sincero, por su desinteresada ayuda moral y económica, que junto con la de mi tía, su esposa, hizo posible la realización hasta el final, de mi carrera de Licenciado en Derecho”.
Un año antes de terminar tus estudios, el valor de un grupo de jóvenes normalistas dejaría una profunda e imborrable huella en tu pensamiento. La madrugada del 23 de septiembre de 1965 el ataque de los jóvenes guerrilleros al cuartel militar de la ciudad de Madera, Chihuahua, te mostró que la educación era un privilegio para algunos pocos afortunados. Descubriste que estabas en deuda con el pueblo que te formó, y que con el modesto, pero recto ejercicio de tu profesión, podrías contribuir al pago histórico que todo profesionista tiene con su nación.
Pocos años después, el estallido social de 1968 te encontró ejerciendo como asistente en un despacho jurídico de la ciudad de Chihuahua. Eras aún joven pero incisivo en tu análisis; el 02 de octubre de ese año aprendiste que la ley se construye día a día, y los derechos, reclamados en el ideal de una mejor sociedad, exigen del sacrificio más preciado. Miles de jóvenes, como lo eras tú, murieron ese día.
Durante varios años fuiste parte del cuerpo judicial del gobierno de Chihuahua. Las frías serranías del municipio de Guadalupe y Calvo, Chihuahua, fueron testigos de tu actuar como juez. Ahí, entre militares corrompidos y traficantes de amapola, tendrías la inigualable oportunidad de contemplar la tenaz fortaleza Tarahumara, su ancestral cosmovisión, y su innegable sometimiento a un sistema sociopolítico que los asfixia en la pobreza.
En la ciudad de Hidalgo del Parral, Chihuahua; a la edad de 31 años, encontraste el significado y la razón de ser de tu existencia: Rosita, la maravillosa mujer que sería tu esposa y compañera por el resto de tu vida. Con ella formaste un hogar educativo para una familia de cuatro hijos. Justo como lo dijiste tú, ella fue, hasta el último día de tus latidos, el más preciado regalo que la vida te compartió.
Volviste al lugar de tu nacimiento con un título de Licenciado en Derecho, una esposa, y una fuerte marea interior por hacer justicia. Inmediatamente fuiste llamado para integrarte como Ministerio Público en la ciudad de León, Guanajuato. En aquella década de los 70s solo había dos agentes del Ministerio Público para investigar y atender los delitos que laceraban a la vasta población de esta ciudad.
Una vez más, el amargo sabor de la corrupción te impulsaría a dejar el servicio público. Conocedor de las podridas entrañas del sistema judicial mexicano, fuiste un maestro generoso en tu enseñanza, y, sin duda, un litigante sólido en argumentación y firme en su convicción.
Quienes tuvimos la dicha de aprender de ti el arte del litigio estratégico, y, principalmente, la técnica jurídica en defensa de la equidad; sabemos que nunca hiciste de tu profesión un lucro, sino una vocación de servicio. Esto te costaría la más severa crítica de tu propia familia, pero nunca desististe, y te mantuviste siempre leal a tu ética profesional como hombre de leyes.
La dura realidad de tu profesión te llevó a escribir aquel artículo que cambiaría la vida de algunos de nosotros que te leímos con admiración: “Hijo se lo que quieras, menos abogado”.
Con gran tristeza llego ahora a los últimos momentos de tu vida para recordar que el 01 de abril del presente año, a las 11:50 de la mañana, partiste al descanso eterno.
Tal vez sirva de poco expresarte que tu legado seguirá vivo en quienes aprendimos tanto de ti, pero aun así, permíteme agradecerte con este corazón mío que ayudaste a formar en la justa rebeldía y el amor a lo correcto.
Así, pues, te digo gracias por haber sido nuestro incorruptible jurista de los pobres…